Llueven. Llueven historias de las que duelen; de las que te hacen crecer. Llueven calamidades eufóricas y sabias que a sorpresa del alma nos endurecen a frialdad. Llueven dagas endulzadas pero afiladas sobre espaldas esculpidas a callosas ventiscas. Llueven Diciembres de nostalgia que mojan caricias de cartón; y llueven castigos a precuelas de malas decisiones aún por tomar. Y llueven desayunos de silencios triturados por el choque de dientes que incisivos aprisionan. Dientes que amordazan victoriosas batallas que te hacen ser monje perfecto, amigo eterno, y compañero sexual de la más sucia y amada soledad.
Inténtalo; Redenciónate, miserable estrofa de la vida. Verás que tus actos de valentía ya no sirven ni para encerrar tus quimeras, pues llevas en los pulmones la alforja creadora de la oscura pasión tras una justa despedida de tu niño lacrimoso interior. No eres lo que fuiste, pues eres el destrozo que ha nacido del canibalismo de tus abrazos.
El pasillo es largo. Tanto que se perfila en forma de embudo; tanto que el macizo se torna borroso a mis ojos. Se oyen sus pasos. Fuertes, seguros y cada vez menos distantes. Se topa conmigo; a mis espaldas. Roza mis gemelos con su silla de ruedas de metal oxidado, viejo y cansado. Dice que le mire las piernas. Que viene de hacer alpinismo; que las tiene invencibles. Le respondo que no tiene. Me dice que sí. Que es a mí a quién le falta medio cuerpo. No veo sus tobillos. No los veo, pero juro haberle oído caminar.
Comentarios
Publicar un comentario