El inquilino

Haciéndose añicos un cristal, a la par, el sonido del agua mojando el suelo acompaña a que se postren mis manos vulgares y brutas, a un terreno frío de forraje boscoso y de raíces avariciosas; siendo ellas el músculo horizontal de octópodos troncales que humedecen mis crugientes costillas.

Me arden los ojos y me pesan las cuencas menguantes que los acunan cual mecedora pomposa de carne. Me ruge el endiablado estómago de mandibulas creyentes y rezantes del Dios de la hambruna. Me tiritan casi todos los dedos de los pies al unísono del desnudado claqueo de unos tobillos que aplastan los hierbajos encharcados que sostienen, a regañadientes, mi cuerpo victimizado por la sensación de abandono.

Lo último que mi vista recuerda, es haber tenido un accidente de coche; un seco choque frontal contra un poste por el claro, común y costoso fallo de atención abrazado a la simple estupidez humana... Seguido por el silencio absoluto del cosmos y una absurda oscuridad indolora que solo me susurraba, tras varios chasquidos temporales, ecos de las fieles voces de mi única familia: mi mujer y mi hija.

Recuerdo una efímera y casi inexistente parte de sus comentarios, como a diapositivas sonoras y entrecortadas.

Al principio me decían que todo saldría bien;
que movería los párpados estirando del hilo adiamantado atado al corazón, para poder sonreír al salir de otra aventura más por la que estábamos luchando; que me esperaba mi plato favorito en la mesa, basto y caliente, como a mí siempre me ha vuelto loco.

Casi podía sentir como apretaban mi mano izquierda, con un absorto cariño que doblegaba hasta el más puro de los rechazos; casi podía creer que se me erizaba la piel cuando lo hacían; o quizá, sea un sentimiento tan poderoso que haga que ahora mismo crea que ocurrió sin que jamás esté seguro de ello.

Lo que sí permanece con total claridad es una banda sonora de una sola nota musical que enrojecía fielmente todas las palabras que se enclaustraban talladas a golpe de junco en mi memoria; un sonido monótono y agudo que sonaba eternamente en un pentagrama de hoja ilimitada; un sonido al que llamaré Ares, pues ahora soy consciente de que su música era parte del espadón que me mantenía en ese mundo siendo empuñado por el Dios de la guerra; y su armadura, la fuerza implacable de la serena esperanza; una tortuosa y larga ilusión que mantenía también, las fuerzas de mi familia como a ejército de positividad contra la ansiada y agigantada conquista de la rendición; ella, tan aislada y cercana como deseosa e inexorable por ser sin remedio, algún día del alma, el centro de atención.

Estoy convencido de que ese persistente tañido eléctrico era el sonido de un monitor cardíaco.

Al cabo de un tiempo que ni siquiera soy capaz de cronometrar, sus voces eran menos sentimentales y más rutinarias; me contaban que María, mi hija, había acabado el trabajo de fin de curso, cosa que en mi serena calma me extrañaba fugazmente pues apenas estaba empezando la Secundaria.

En otro salto por el descuidado lapso, Ada, mi mujer, me regaló una invitación verbal de boda. María se casaba con un tal Damián; su supuesta pareja.

Un clic cósmico más tarde, María, con una voz adulta, aplacada y plausible discutió consigo misma en un monólogo en el que yo era el ciego espectador. Decía que estaba embarazada pero que cuidaría al niño como al más valioso de los tesoros, a pesar de ser una madre forzosamente soltera.

También fue mi cumpleaños; no sé qué número de vejez llevaba enquistado a mis espaldas, pero sí escuché más de una vez decir que me habían regalado un pijama nuevo, para estar más cómodo en la cama.

Ahora que pienso, no tengo ningún recuerdo de nadie más; aunque quizá los haya borrado de mi singular libro de recordatorios importantes; pues al final, la memoria llevada a bofetones hacia el límite de un precipicio erosionado, solo rechaza olvidar lo que más ama.

Al poco, pude especular ciertos besos que me daban de despedida, aunque no confirmarlos; pues solamente eran sensaciones borrosas cuáles sueños fugaces que se marchaban al despertar. Eran besos apagados; besos que no querían ser besos; besos sollozados y sollozos mecidos por la melancólica paz que daría el fin de una batalla sobre un tablero de ajedrez, donde el rey ya tenía la corona agrietada poco antes de estar en jaque. 

Entonces Ares quiso cambiar; su eterna melodía rutinaria se fusionó con la constante y única pulsación de una tecla al ritmo del eviterno, dejando un último estallido estridente de una nota final estirada hasta el fin de mis recuerdos; para convertirse todo en el típico lienzo abstracto de un sueño que se emborrona justo al abrir los ojos en un viejo colchón. Solo que, no he despertado junto a mi almohada, pues ahora... Ahora estoy aquí; aliñado por un hedor a fósforo y por un esponjoso, que no tranquilizador, verde paisaje que me rodea como a una polilla desencajada de su libre y húmeda cueva amaderada.

Hago retorcer a olvidada y primeriza flexión mis rodillas, cómo si fuera la primera vez que me pongo en pie en toda mi vida; e intento girarme de cuerpo entero tras crugirme hasta los pensamientos, para volver la espesura de la pasmada mente hacia lo que parece que ha sido mi hogar durante incontables segundos. Tenía en mente que la saeta temporal de mi cabeza funcionase de una forma totalmente distinta a la que mis ojos perciben ahora mismo el entorno; y eso hace que lleve en el pecho una dosis de intranquila soberbia al saber que estoy vivo, pero de otra forma.

Me pregunto si los recuerdos que tengo son reales, o simplemente esto es la única certeza en mi ocupada cabeza de fotografías mentales sobre una vida posiblemente ficticia.

Tras girarme, frente a mí, un majestuoso trípode metálico hace de soporte a una imponente y destrozada pecera de cristal, medio empantanada de algo similar al agua y adornada por enredaderas de una vegetación que jamás había visto; que solamente bajo el libre albedrío del tiempo habían crecido como grandes villanas posesivas de todo lo que tocaban, pues no hacía falta más que respirar de ellas para saber que eran las emperatrices de este lugar, y mi ser, un simple inquilino en forma de mota de polvo humana.

La pecera está rota,
y sé, que yo acabo de salir de ella.

Solo tengo que desenfocar al actor principal al que llamo pecera para darme cuenta que tras ella, cientos de gemelas suyas avivan el paisaje bizarro que hay frente a mis narices; y para darme cuenta de que, más que peceras, estoy ante incontables cápsulas que resguardan, bajo brillo apagado, humanos durmientes en cada una de ellas.

Las correas del infierno fustigan hasta el último poro de mi cuerpo, y siento, cómo el azote del surrealismo yace de una forma totalmente corpórea en una auténtica locura que jamás podría haber imaginado.

Tembloroso y antipático ante la noticia, me acerco a una de ellas, y apartando las vigorosas enredaderas puedo ver con total exactitud el rostro de la verdad.

Postro el capricho de mi mano diestra contra el cristal, invasivo y perplejo, conectando casi por vicio a escalofríos enganchosos y a temperatura de incertidumbre, sintiendo esa novata sensación de cuando te explican por primera vez que vivimos en una minúscula gota flotante llamada planeta.

La cápsula mantiene dormido a un humano; un humano de piel lisa y sin bello siquiera en las cejas; un humano sin ningún tipo de imperfección que lo haga único; un humano sin genitales ni ombligo... Simplemente, un humano sin ser ni tener lo que nos hace humanos.

A intermedios exhalados se remueve el supuesto líquido acuático expandiendo un oleaje interno a burbujas de oxígeno que implosionan incesantes alrededor de su nariz, mientras que el resto del cuerpo levita acogido por ese abrigo cosido a bacanales de lluvia y mares.

Quizá el clímax y el pico más alto de mi montaña rusa es, en este instante, ver reflejado en el cristal de la cápsula exactamente los mismos rasgos que los de la persona que yace allí dentro; la única diferencia... Es que éstos, los muevo yo.

Noto como una presencia punza mis estribos, haciéndome girar el cuerpo entero a una siniestra derecha que revuelca mi estómago en un centrifugado de hielo.

De entre la espesura vegetal intercalada con un cementerio de personas durmientes, unos ropajes negros y obsesivos, asoman cansados clavando la supuesta vista de su dueño en mí.

Se acerca con una calma ventajosa y al paso de sus pesados y supuestos andares perversos, puedo escuchar el crugir apisonado de las ramas y hierbajos amontonados a matorrales que destapan un ramal antes desapercibido; un frondoso camino que conecta a escasos metros, su presencia con la mía. 

Se apresura mi alma, si es que la tengo, en ennegrecerse una vez más a tortura taquicárdica y muero de nuevo, al oírle decir: 

-Bienvenido a Quimesia, tu viejo hogar-. 

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